ATRAPADAS
Mi amiga Carla y yo paseábamos tranquilamente por Market Street viendo tiendas y haciendo algunas compras.
Formábamos parte de un grupo de turistas haciendo un Tour por la ciudad cuando sin darnos cuenta nos despistamos y fuimos a parar al barrio de Tenderloin, uno de los barrios más peligrosos situado a tan solo unos minutos del corazón de San Francisco. Se trata de un barrio de yonkis y vagabundos donde la seguridad en las calles deja mucho que desear.
Delante de nosotras, a la altura del 785 de Eddy Street, un hombre asestó tres puñaladas a una mujer. Nos quedamos paralizadas ante el horror de la escena mientras la gente pasaba de largo. Criticamos duramente la indiferencia de aquellas personas ante una situación así y les hicimos un juicio rápido en nuestras mentes con veredicto de culpabilidad. Las sirenas de la policía se oían a lo lejos, el cuerpo de la mujer estaba tirado en el suelo y nosotras observábamos la escena a pocos metros sin saber qué hacer.
Tenemos grabada la imagen de aquel hombre: alto, musculado, la cabeza rapada y una calavera tatuada en el brazo derecho con un cuervo negro sobre ella, picoteándole las cuencas de los ojos. El miedo se apoderó de nosotras mientras la policía nos gritaba que nos apartáramos para acordonar la zona.
Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, Carla y yo nos cogimos de la mano y nos dimos media vuelta buscando el camino de regreso a Market Street.
Regresamos al hotel media hora antes de la comida, justo para darnos una ducha y bajar al restaurante. Por la tarde teníamos previsto coger el ferry para visitar el famoso penal de Alcatraz y navegar bajo el puente Golden Gate. Carla y yo no intercambiamos ni una sola palabra durante la comida.
El peso de la conciencia caía sobre nosotras. Al condenar la indiferencia de aquellas personas nos habíamos condenado a nosotras mismas.
Cogimos el ferry en el muelle 33 y cruzamos la Bahía de San Francisco llegando a la isla en unos 15 minutos. Cuando desembarcamos, lo primero que nos llamó la atención fue la cantidad de gaviotas que había por todas partes. Nos dieron unos folletos y unos audioguías en español que narraban la historia del penal. Visitamos las celdas, el comedor, la biblioteca y paseamos por los corredores imaginando la vida de los presos en condiciones infrahumanas. Es una visita histórica que goza de cierto morbo para el público ávido de saber las calamidades por las que pasa el ser humano.
Me impresionó muchísimo el Pabellón de castigo donde se encuentran las celdas de los presos más rebeldes. Nos explicaron las historias de sucesos paranormales ocurridos en la celda 14D, un agujero oscuro, lúgubre, frío, y con un aire rancio apenas respirable. Dicen que el dolor y la tortura vividos en ella por los presos, han quedado impregnados en las paredes de la celda y que cualquier persona que entra puede percibirlo. Fue el sentimiento más espeluznante de toda la visita.
La isla alberga una gran colonia de gaviotas que graznan sin cesar y no sé por qué, imaginé a los presos encerrados en sus celdas, acosados por cientos de gaviotas merodeando sus cabezas y gritándoles ¡culpables! ¡culpables!
Las fotos que hicimos al atardecer de regreso en el barco, fue nuestro mejor momento del día.
Por la noche llegamos al hotel muy cansadas y decidimos meternos en la cama pronto aunque no conseguíamos conciliar el sueño. Escuchaba a Carla dar vueltas, a un lado y a otro, y le pregunté por qué estaba tan inquieta. Bruscamente me vomitó encima:
- ¡Ese desgraciado nos ha arruinado el viaje! Podía haber tenido el detalle de matarla en privado, sin molestar a nadie. No está bien eso de asaltar la vida de los demás en plena calle dando rienda suelta a sus instintos más primarios.
Se quedó tranquila al instante, se deshizo de todo su malestar interior con ese humor sarcástico que la caracteriza. Sé que estaba tan angustiada como yo, pero no por las cosas que expresaba sino por las que callaba, por todo lo que no fuimos capaces de hacer. Y, a partir de ese momento...,comenzamos a desahogarnos.
Habíamos sido víctimas del miedo en una situación inesperada para nosotras, aunque lo peor era asumir que nos habíamos unido a ese gran grupo de personas insensibles a causa de la costumbre.
Carla y yo estuvimos en silencio durante unos minutos. El aire se hizo muy denso, así que otra vez como si nos hubiéramos puesto de acuerdo nos levantamos para abrir el balcón y airear la habitación. Al descorrer las grandes y tupidas cortinas grises nos echamos a reír como dos locas. Habíamos olvidado que estábamos en el piso 18 del Park Central con grandes ventanales herméticos que llegan desde el suelo hasta el techo. Era imposible salir de allí.
Nuestras risas nerviosas y alocadas nos recordaron la colonia de gaviotas de la isla de Alcatraz. Estábamos atrapadas en una gran celda de lujo con conexión wifi de 4G y televisión con pantalla panorámica. Las gaviotas se convirtieron de pronto en nuestras conciencias y nuestras risas, en graznidos recordándonos nuestro error.
Cuando pudimos acallar el ruido de las gaviotas nos quedamos dormidas.
A la mañana siguiente, después de desayunar, fuimos al departamento de policía y dimos una descripción completa de aquel hombre.
Historia escrita por Rosa Fernández Salamanca