Hubo una época en que los destinos de la humanidad dependían de los
caprichos de los dioses.
El Olimpo era el templo en donde se cocinaban los más bellos y los más
horrendos sucesos del mundo terrenal.
Terremotos, guerras, amores trágicos y monstruos invencibles eran
creados, enviados y decididos por la comunidad mitológica.
De entre todos, Zeus era el más imponente. Jefe y padre de de todos los demás, gobernaba con mano dura y
hacia valer su voluntad y capricho sobre cada suceso, cada hecho, cada
instante.
Como todos los dioses griegos, Zeus distaba mucho de ser moralmente
correcto, éticamente respetable o políticamente justo. Más bien se le describe
como irascible, caprichoso y autoritario.
Pero además Zeus era famoso por su insaciable apetito sexual. Siempre
estaba enamorándose, conquistando o llevando a la cama a alguna hembra, algún
jovencito y alguno que otro animalejo simpático y seductor .
De sus aventuras sexuales, (no eran épocas de preservativos ni de
cálculos controladores de natalidad), nacieron algunos dioses, varios
semidioses y unas cuantas criaturas extrañas.
Una noche, borracho de vino y de pasión, Zeus se acostó con la hermosa
Thetis, diosa de lo legal y lo justo, a la que hacía tiempo, le había echado el
ojo.
De esa unión entre lo anárquico y lo que debe de ser, nació Thyké (para
los romanos Fortuna), hermosa muchacha que gozaba de los favores de su padre
(cosa bastante poco frecuente en la vida de Zeus).
Cuenta la leyenda que ya desde pequeñita, Zeus la mandaba a buscar y la
hacía conducir a su presencia para que permaneciera cerca de él.
Para intentar entretenerla, el dios supremo pidió a cada uno de los
habitantes del Olimpo que enseñara algo a su hija preferida.
A Mercurio, específicamente, le encomendó que la entrenara para correr
más rápido que nadie.
Ya a los ocho años, Fortuna movía los pies más rápido que los alados
tobillos de Mercurio y era capaz de ganarle una carrera a cualquiera: dios,
humano o bestia.
A Deméter le pidió que le enseñara todo sobre la cosecha y los árboles
frutales. Fortuna sabía diferenciar, con velocidad y precisión, cada una de las
especies vegetales de Grecia. Sabía dónde crecía cada arbusto, cuándo florecía
cada plantita y cómo cosechar cada siembra.
A Hera, su legítima esposa, Zeus no le pidió nada. Quizá por celos, la
diosa de la estabilidad, y la familia, no quería ni ver a Fortuna.
De hecho, cuando Thyké cumplió los quince años, Hera impuso en el Olimpo
una regla de moralidad:
- “nada de hijos
bastardos entre los dioses.”
Aquellos que no fueran hijos de una unión pura, debían morar entre los
humanos . . . sin embargo ya era tarde para contrariar a Zeus, el astuto jefe
había urdido un plan para que Fortuna, por fuerza, se quedara entre los dioses,
y no solamente no fuera rechazada, sino todavía más cuidada y mimada por todos.
Para ser un dios, como se sabe, hay que ser inmortal, sano, joven y
bello de forma permanente. Esto se conseguía bebiendo cada mañana la cantidad
necesaria de néctar y comiendo la dosis imprescindible de ambrosía, los
alimentos sagrados que otorgaban esos dones.
Cuando el entrenamiento de Mercurio y Deméter hubo terminado, Zeus
anunció cambios en el Olimpo.
A partir de aquel día, el néctar y la ambrosía no aparecerían
mágicamente en una botella en la cesta de sus desayunos, sino que se
encontrarían en los primeros frutos de cada mañana de los árboles de la tierra.
Las primeras manzanas, los primeros melocotones, las primeras fresas de
cada día llevarían en su pulpa los nutrientes mágicos para mantener a los
habitantes del Olimpo jóvenes y saludables, y por lo tanto, inmortales y por lo
tanto, dioses.
Para evitar que los humanos comieran de esos poderosos elixires, Zeús
dictaminó que el más pequeño rayo de sol
que bañara los frutos recién nacidos inactivara los líquidos tan
preciados.
El plan estaba completo. Pero - ¿quién podría reconocer y recolectar los primeros frutos del día, tan hábil y
velozmente como para que las primeras luces del sol no los alcanzaran?
Unicamente Fortuna.
Y así fe. Todas las madrugadas, Fortuna salía presurosa a recorrer toda
la tierra para recoger los primeros frutos de cada árbol antes de que el sol
dañara su maravilloso contenido. Los reunía en un cesto y velozmente los subía
al Olimpo para el desayuno de los dioses, que aplaudían y festejaban su
eficiencia
Una mañana Fortuna no llegó a
tiempo, los dioses empezaron a desesperarse. No pasaba nada si un día no
se alimentaban del néctar pero si la ausencia se prolongaba, morirían,
enfermarían o peor aún, envejecerían.
Una comisión de dioses, fue a buscar a Fortuna por las calles de
Grecia. Allí, se enteraron de que un
pescador la había atrapado accidentalmente mientras lanzaba sus redes al Egeo.
Fascinado por su belleza y sorprendido por el destino final de su carga, no
quiso dejarla partir.
Los dioses se aparecieron ante el pescador y le preguntaron que quería a
cambio de dejarla ir. El hombre temblando preguntó:
- puedo pedir lo que
quiera?
- lo que quieras,
dijeron, los dioses, - se te concederá y la dejarás en libertad.
El pescador pidió, y todo lo solicitado le fue concedido, después de lo
cuál Fortuna estuvo otra vez libre.
Los dioses volvieron al Olimpo. Su provisión de alimentos estaba otra
vez a salvo y en buenas manos.
Entre los humanos empezó a correr la voz: “el que atrapara a Fortuna
podría pedir a los dioses lo que
quisiera, porque ellos se lo concederían a cambio de su libertad”.
Enterada del peligro, Fortuna tomó más y más precauciones, y pidió al
resto de los dioses que le enseñaran algunas cosas más en beneficio mutuo. De Diana aprendió a escabullirse para que
nadie la viera. Empezó a viajar con mucho sigilo, sin dejar que se notara su
presencia.
De Afrodita, a peinar su hermoso y largo cabello bien estirado y
rematado en una maravillosa trenza que, en lugar de peinar hacia la espalda
como había hecho hasta entonces, empezó a dejar caer hacia delante, saliendo de
su frente y descendiendo hasta el pecho.
De Urano aprendió a no dejarse atrapar por nadie, y de Ares la
estrategia de la guerra. Posiblemente como producto de todo este aprendizaje, y
por temor a que le tendieran una emboscada, al hacer su camino habitual,
Fortuna decidió que su andar no debía ser previsible.
Para evitarlo, tomó una caprichosa decisión: su pie jamás debería de pisar
su propia huella . . .
Un poco por hábito y mucho seguramente por sus excentricidades, esta
decisión se volvió obsesión, y la diosa Fortuna se cuidaba muy bien de no
volver a pasar dos veces por el mismo lugar.
De Baco aprendió las virtudes del vino para así emborrachar a los que
consiguieran atraparla y escaparse, dejándolos sin nada.
Cuenta la leyenda, que sigue siendo cierto que si en tu camino atrapas
alguna vez a la diosa Fortuna, los dioses te concederán lo que desees para que
la dejes libre.
Por lo tanto . . . recuerda . . .
- Deberás estar atento, con los ojos bien abiertos y la mirada
curiosa.
- Deberás cambiar de lugar en vez de esperarla siempre en el mismo
sitio, porque bien podría ser que ya haya pasado por allí y nunca repita
su paso.
- Deberás verla acercarse, reconocerla.
- Tendrás que acercarte cuando pase por tu lado:
si te distraes no podrás agarrarla ni de la trenza porque ésta cuelga
hacia delante.
- Si se te escapa, no la persigas, porqué corre
mucho más rápido que tú.
- Sólo aprende y permanece alerta para la próxima vez que te cruces con ella.