El hermano
Hace unos meses conocí a Amijai, era la tarde del Iom Kippur (día del Perdón), estaba dando un paseo por las calles de la vieja Jerusalén, vi a un joven desplomarse, pegó con la cabeza en el suelo empedrado. Salí corriendo hacia él, tenía una brecha en la parte anterior de la cabeza de donde salía sangre a borbotones, me quité la camisa haciendo un vendaje improvisado, el joven estaba inconsciente.
Despierta, abre los ojos ...No me di cuenta que le hablaba en mi idioma, en ese momento perdí mi ubicación, estaba desorientado, solo quería ayudarle. Rápidamente una multitud nos rodeó, un rabino llamó a los servicios de urgencia. La espera se hizo eterna, llegó la ambulancia, me preguntaron si era familiar suyo contesté afirmando con la cabeza sin pensar, mi tez morena no les hizo dudar y subí a la ambulancia con ellos.
Nos dirigimos al Makassed Hospital, era el hospital más cercano a la vieja ciudad. En la ambulancia le midieron las constantes vitales, eran normales pero les preocupaba que no despertara. En diez minutos llegaríamos al hospital. Me iban explicando las pruebas médicas que le iban a realizar, intentaba entender lo que me decían, hablaba hebreo, pero me faltaba mucho por aprender. A un erudito en ciencias de la religión como yo, estudioso de los manuscritos del mar muerto, me costaba entender la palabra encefalograma, pulso constante...
Ahí estaba haciéndome pasar por un familiar de este Joven del que no conocía su nombre.
Me di cuenta que tenía sus pertenencias en mis manos, abrí la cartera, su nombre Amijai Fürst, quizás era descendiente de algún judío Alemán que consiguió escapar del Holocausto Nazi. En ese momento Amijai despertó preguntando donde estaba.
-Tranquilo, soy David, te has dado un golpe en la cabeza y has estado unos minutos sin conocimiento, estamos llegando al hospital.
Una vez en el hospital, llamé al padre de Amijai y le conté lo sucedido. Su hijo estaba bien, le estaban haciendo unas pruebas para asegurarse de que no existía ninguna lesión interna. Había sufrido una bajada de tensión y el golpe en la cabeza le había dejado inconsciente. Saulo me pidió que me quedara hasta que llegara. No tardaría mucho, vivían en Nahalat Shiv'a, el tercer barrio fundado fuera de la vieja ciudad.
Me encontraba en la sala de espera cuando Saulo llegó, se acercó a mí, no reparó en mi mano preparada para estrechársela y me besó, es costumbre en los hombres judíos besarse en la mejilla, sus palabras eran de agradecimiento, me invitó a pasar el Shabat en su casa, como muestra de gratitud.
Al atardecer me dirigía hacia la casa de Amijai, viven cerca de la calle Yoel Moshe Solomon, me gusta pasar por esta calle, está llena de paraguas abiertos de colores, parecen que están suspendidos en el aire, le da un aire divertido al barrio y protegen del sol y el calor a los transeúntes. El barrio está formado por casas de piedra transformadas en cafeterías, restaurantes, pubs, galerías de artes y tiendas artesanales. Anduve hasta llegar a un edificio de cuatro pisos.
-Debe ser aquí- me dije.
Me abrió la puerta la madre de Amijai, una mujer atractiva de mediana edad, me invitó a pasar. Saulo apareció sonriente y me presentó a su mujer, Dana.
Pasamos al salón, allí estaba Amijai. Habíamos hablado por teléfono en un par de ocasiones, era la primera vez que nos veíamos desde que lo dejé en el hospital, se acercó a mí besándome en la mejilla y me abrazó agradeciéndome una vez más lo que había hecho por él.
El shabat comienza el viernes por la noche, dieciocho minutos antes de la puesta del sol. Dana encendió las dos velas situadas encima de la mesa invitando a entrar a su hogar la paz y la luz espiritual. Nos situamos en torno a la mesa, sobre ella el jalá cubierto por un paño. Saulo tomó entre sus manos una copa de plata con racimos de uva tallados, realizó el Kidush, repartió el vino en tres vasos pequeños de plata tallados como la copa, fuimos pasándonos los vasos y bebimos. Nos sentamos a cenar, hablamos sobre su familia, su cultura, compartimos el jalá mientras hablábamos de mi país, mis costumbres, mi religión.
He quedado con Amijai para comer y conversar sobre la Torá, aunque la conozco, conocerla de manos de un judío en la actualidad, me lleva a entender las costumbres y su religión con una mente más abierta. Mientras transito por las calles de Jerusalén veo a los niños jugando al fútbol, musulmanes, cristianos y judíos juegan, ríen, corren disfrutando de su partidillo. A una mujer tapada con su burka se le caen unos tomates de su bolsa y empiezan a rodar, una joven con sus vaqueros rotos y sus auriculares puestos, se agacha a recogerlos. En la esquina un rabino habla con un hombre de su misma edad, parece un turista. Sin darme cuenta me encuentro ante el Muro de las lamentaciones.
Miro como los cristianos y hermanos de otras religiones introducen sus peticiones entre las grietas del muro, esperanzados en que se vean cumplidas. Para los judíos, es el lugar más Sagrado, para ellos simboliza la unión del pueblo Judío con Dios. Pensar que millones de personas de distintas religiones han pasado por este lugar durante siglos, me hace pensar que existe un Dios, una energía Universal mayor de lo que somos capaces de entender.
Me acerco por primera vez desde que estoy en Jerusalén para orar. Ante el muro, fijando la vista en sus piedras, doy gracias a Dios por haberme regalado una nueva familia, un amigo, mi hermano.
Autora: María Dolores Vilar Albaladejo
Derechos de autor reservados.
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