¡Vaya!- dijo para sí, la oruga filosófica tocándose la barbilla. ¡Cómo voy a explicarle a este mocoso impertinente un concepto tan grande como la amistad!
Volvió a inhalar un poco de su cachimba milagrosa, miró al cielo como distraído y con una risita malvada comenzó su relato:
-Hace algunos años pasó por este mismo lugar un escritor Francés de nombre Antoine. Era un hombre culto y de gran sabiduría humana pero estaba un poco triste.
-¿Y por qué estaba triste? ¿Y qué tiene que ver eso con la amistad?
-Pequeño impertinente- dijo en voz baja. Los niños deben escuchar cuando las orugas filosóficas hablamos.
Antoine era un reconocido piloto, pionero de la aviación moderna, y tuvo varios accidentes durante sus años de vuelo, uno de ellos en el desierto del Sahara. No tuvo hijos con su mujer y eso lo sumió en una gran tristeza porque no podía transmitir su sabiduría a sus descendientes.
Entonces, esta humilde oruga le propuso: -¿por qué no dejas la aviación y te conviertes en escritor? Podrías inventar en tus libros un niño al que le cedieras toda tu sabiduría. -Haré algo mejor- me dijo Antoine. Crearé un personaje lleno de curiosidad y tendrá que buscar todas las respuestas viajando por el Universo. Y después de fumarnos juntos unas cachimbas y hablar de asuntos de personas grandes desapareció. Nunca más volví a verle.
-Bueno, pero no perdamos el tiempo con añoranzas del pasado y vamos a centrarnos en el tema que es la amistad:
Érase una vez un príncipe sin princesa que vivía en un planeta enano. No había más príncipes con quien jugar y solo se relacionaba con alguna que otra planta.
-Esa historia es parecida a la mía, señor oruga -dijo el Principito.
-No me interrumpas, niño.
Un día el príncipe sintió en su interior una llamada que le decía que en alguna parte de ese descomunal universo debían existir personas como él. Las plantas con las que se relacionaba no podían colmar su curiosidad innata ni tampoco llenaban la soledad de sus puestas de sol. Por fin, una noche decidió hacer su maleta y lanzarse al espacio en busca de otras personas. Dentro de ella metió la curiosidad que es lo único de valor que tenía consigo. A los pocos días de viaje llegó a un planeta que era cien millones de veces más grande que el suyo y se quedó desconcertado al ver que estaba lleno de personas por todas partes. Estaba asustado ante tanta confusión, la gente andaba muy rápido y apenas lo veían debido a su escasa estatura. Parecían grandes robots mecanizados, no tenían tiempo de hablar con nadie, ni mucho menos con un extraño niño de 6 años.
- Te he dicho que no me interrumpas –le contestó la oruga. Si me sigues interrumpiendo no vas a comprender nada.
Allí no encontró a nadie que pudiera ser su amigo. ¿Entiendes, Principito?
- Sí, Señor oruga. Para tener amigos hay que tener tiempo para compartir con otras personas y no podemos ser herméticos como los robots sino que debemos abrirnos para que los demás puedan entrar en nosotros.
- ¡Y yo que pensaba que un Principito como tú no entendería nada! Te he juzgado mal.
-Y ¿qué pasó entonces, señor oruga?
-El joven se marchó a toda prisa de ese lugar y cayó de cabeza en otro planeta que se encontraba a treinta años luz del anterior. Era un sitio tranquilo y campestre lleno de príncipes rubios que jugaban en el prado. Los príncipes al verlo lo ayudaron a levantarse del suelo y le curaron una pequeña herida que llevaba en la frente. Después le dieron a probar un batido de fresa que estaban tomando y en menos de cinco minutos todos reían a carcajadas, gastaban bromas y gritaban tonterías mientras disfrutaban dando volteretas como croquetas, trepando a las ramas de los árboles más altos y buscando escarabajos bajo las piedras. Al atardecer estaban muy cansados pero llenos de felicidad.
-Ya entiendo…los amigos hacen que vivamos la vida más intensamente, nos curan, comparten sus meriendas, nos hacen reír a carcajadas, y cuando llega la puesta de sol nos sentimos profundamente felices a su lado. ¿Es así?
-Tú lo has dicho Principito. No necesito explicarte las cosas. Eres un niño muy inteligente. Le pareces a tu padre.
-Yo no tengo padre, señor oruga. Yo vivo en un planeta tan pequeño como una caja de cerillas y allí no hay personas. Solo tengo un rosa y limpio mis volcanes.
- Pues como te iba contando…el joven príncipe, convencido de haber encontrado la amistad quiso volver a su casa contento porque había descubierto la respuesta a su curiosidad, pero al poner rumbo a su planeta se equivocó en los cálculos y cayó cerca de un lago de aguas cristalinas.
¿No dices nada ahora Principito? Te has quedado como el príncipe curioso de mi historia.
El Principito, sentado junto a la oruga filosófica, mantuvo el silencio durante tres largas horas. Y Al final dijo:
-Ahora lo entiendo todo. Ese príncipe de tu historia soy yo. Yo soy ese niño curioso del que hablas que necesita saberlo todo, y tú me has ayudado a saber quién soy viendo mi propio reflejo en tu espejo. Hemos compartido el mismo silencio. Ahora sé que tengo un verdadero amigo en ti.
Cuento corto escrito por Rosa Fernández Salamanca
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